viernes, 12 de septiembre de 2008

BERCEDO, MORAS Y VINO.

GRACIAS, NO BEBO


Bercedo es un pueblo situado al norte de la provincia de Burgos , al que fuimos a veranear en el año 1955. Yo tenía cinco años y mis padres tenían entonces siete hijos, cuatro chicos y tres chicas, con los que subimos a un tren con locomotora de carbón y viajamos entusiasmados hasta el pueblo. Era la primera vez que salíamos tan lejos y para mí aquello era completamente nuevo.

Nos instalamos en una casona de dos pisos , ocupando la planta baja, que m¡s padres habían alquilado para todo el verano. La casa estaba muy cerca de la estación del tren y a un lado había un pozo, en el que habitaban gran cantidad de ranas y enormes sapos, que saltaban por todas partes y causaban un horrible concierto de penetrantes ruidos por las mañanas. Había que tener cuidado al pasar por allí por no pisarlas y con frecuencia entraban en casa y mi madre las expulsaba a escobazos.

También estaba la estación , donde de vez en cuando paraba alguno de los trenes que circulaban dejando un reguero de polvo negro, traían el correo y algún vecino subía ó bajaba de resolver compromisos en la ciudad.

Mi padre también llegaba en tren los sábados y se volvía el domingo para su trabajo. Un día nos anunciaron que pasaría un tren rapidísimo en viaje de pruebas . Todo el pueblo se preparó para verlo pasar y todos nos quedamos sorprendidos y chasqueados, porque de repente algo pasó de lado a lado de nuestra vista y solo vimos una estela plateada y brillante, como una exhalación, dejando tras de sí un penetrante silbido, pero ninguna señal de polvo ni chimenea.

Detrás de la casa se extendían las eras, por las que jugábamos acercándonos a los bueyes, que no dejaban de trabajar ni un solo día. Más lejos estaba el rio, en el que en un remanso en que se ensanchaba nadábamos protegidos por unas enormes ruedas de camión que hacían de flotadores. Las mañanas las pasábamos en las eras o el rio y las tardes las dedicábamos a las moras.

Mas allá de las eras, donde el terreno se elevaba, había una pared de zarzales que nos separaba del bosque que se extendía hacia arriba por los montes cercanos. Por las tardes, mis hermanos mayores y yo íbamos hacia las zarzas a coger moras. El zarzal era muy extenso y estaba cargado de innumerables racimos de moras, que no se acababan nunca , y al final de la tarde volvíamos a casa con las cestas llenas de moras, las manos y los brazos cubiertos de arañazos y la ropa tintada con el morado de la fruta.

En casa, después de comer las moras a puñados, mi madre reunía las que quedaban y las trituraba con azúcar, formando un caldo oscuro que nos bebíamos ansiosos. A veces eso era todo cuanto cenábamos y desde luego que quedábamos saciados.

Aquél día era Domingo, mi padre había comido con nosotros y durante su siesta, en la mesa había quedado su vaso de vino sin retirar. Era un vaso grande, lleno de vino hasta arriba, de un color exactamente igual a lo que bebíamos los días que recogíamos moras. Con mis padres en la siesta y mis hermanos en la calle jugando, entré en la cocina para beber agua y cuando ví el vaso en la mesa, solo para mí, no dudé un momento y me lo bebí sin darme cuenta que el sabor era completamente distinto al de las moras.

Poco me acuerdo de lo que ocurrió después, pues la borrachera fue morrocotuda y creo que todos se precipitaron a ver que era lo que me pasaba ; primero un largo periodo de euforia delirante bailando y sosteniendome con dificultad y después nauseas y retortijones de tripas hasta que entré en un sopor profundo, adormecido entre mareos y subidas y bajadas volando sobre lo que me rodeaba.

Fueron unos sueños en los que se alternaban los momentos felices y eufóricos con las lamentaciones y miedos por inmensos monstruos que se aparecían dando vueltas alrededor, persiguiéndome , mientras el suelo se hundía bajo mis pies. En algunos momentos escuchaba la voz de mi madre, intentando calmar mis pesadillas.

La resaca fue inmensa y duró varios días en los que no pude hablar ni comer. Nadie se explicaba lo ocurrido y ni el médico que vino a verme dió una razón para todo aquello. Poco a poco me recuperé y volví a estar como siempre. Después todo se olvidó y no se volvió a hablar del asunto, porque los problemas de los niños en mi familia de ocho hermanos se sucedían unos a otros y había que olvidar el anterior para afrontar el siguiente.

Sin embargo, yo no he vuelto a probar una gota de vino en mi vida y solo el mero hecho de olerlo me produce nauseas insuperables. Ahora nadie de mí familia recuerda aquella tarde, pero yo la recuerdo cada vez que alguien me ofrece una copa de vino y respondo: Gracias, no bebo.

El Arca Negra.
Septiembre 2008


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