lunes, 8 de septiembre de 2008

EL HOMBRE QUE CONOCIA LA FECHA DE SU MUERTE

Mi abuelo conocía la fecha en la que iba a morir. No solía hablar mucho de ello, pero cuando se acercaba la fecha, comenzó a organizar todos los asuntos que tenían que ver con su fallecimiento. Aunque yo ya conocía algunos detalles, me las compuse para que me contara de una vez toda la historia completa. Él no tenía ningún problema en contarlo , así que cuando notó que yo estaba preparado y que creería que lo que me dijera era la verdad, se dispuso a contarme la historia y las razones por las que estaba convencido de que el día del que hablaba sería el día de su muerte.

Con total naturalidad y con su voz siempre serena me contó de nuevo como cuando cumplió dieciocho años le reclutaron para ir a la guerra y casi sin ninguna preparación lo enviaron al frente. Con unos pocos soldados más, fue enviado a proteger una carretera por la que civiles y militares malheridos escapaban hacia la frontera. La guerra estaba perdida y cientos de personas escapaban como podían de las zonas que sufrían los ataques de las tropas franquistas.

El abuelo se encontraba en un cruce de caminos ayudando a mantener el paso a los extenuados caminantes y dirigiendo el escaso tráfico de anbulancias y camiones que se retiraban. De repente , aparecieron dos aviones enemigos que en un momento ametrallaron todo lo que había alrededor y aquello se convirtió en un caos que mi abuelo no pudo ver porque fue uno de los primeros en caer, con un abrasador impacto en el pecho.

No recordaba cuanto tiempo estuvo inconsciente, pero sí que cuando despertó no podía moverse y sentía un inmenso dolor en el pecho y notaba la boca seca. Estaba al sol, tumbado boca arriba y sin saber que hacía allí, sintiéndose morir, sin haber cumplido su primer día en el frente y sin haber disparado un solo tiro.
De repente, notó que había alguien cerca y al abrir los ojos contempló a una anciana que se había detenido a su lado y observaba sus heridas.- Señora, por favor, agua, deme un poco de agua, agua - se lamentó como pudo. - Chiquillo, nadie me había llamado señora desde hace mucho tiempo,- Escuchó. La señora se sentó en el suelo al borde del camino y mojó poco a poco los labios de mi abuelo, al que había colocado en su regazo y entonces apoyó una mano sobre el pecho herido y le susurró aquellas palabras que serían las más importantes que jamás escuchó y que nunca podría olvidar; Cálmate, chiquillo, cálmate, que no te vas a morir, yo te lo prometo, te curarás y vivirás. Te lo juro, mi niño, vivirás sano y feliz otros sesenta años, justo otros sesenta años más.

Mi abuelo perdió el conocimiento de nuevo , sintiendo la mano de la mujer sobre su pecho, pero sin dolor alguno en el cuerpo.

Cuando despertó, estaba en un campo de concentración en suelo francés, en una playa donde había cientos de refugiados, de los que había pasado a formar parte. Estaba en una especie de enfermeria , en la que al poco de despertar le informaron que tendría que abandonar , porque parecía estar en mejor estado que otros recien llegados que necesitaban más cuidados que él.

Cuando preguntó cómo y porqué había llegado allí, le contaron que alguien lo había llevado hasta el campo y aunque no parecía herido había estado inconsciente durante varios días. Cuando insistió preguntando por sus heridas y sus ropas, le contestaron que no tenía ninguna herida y que aunque sus ropas tenían rastros de sangre y hasta su camisa estaba agujereada por un disparo, creían que alguien le había robado su ropa y le habían puesto la de algún otro muerto.

Mi abuelo tardó vario días en en comprender su situación en aquel lugar , pero pronto se unió a grupos de veteranos que hacían planes de fuga. Cuando se sintió completamente recuperado se escapó con otros y durante algunos meses vagó por los pueblos franceses hasta que llegaron los alemanes y entonces se unió a la resistencia y después al ejercito francés, con los que entró en Paris, como un héroe, conduciendo un tanque . Al acabar la guerra se licenció tras varios años de lucha sin haber recibido el más ligero arañazo ni percance alguno.

Poco despues se casó con una muchacha francesa que había conocido durante la guerra y ambos se instalaron en Paris , en una porteria que les concedieron en uno de los mejores barrios de la ciudad. Allí vivieron durante muchos años y tuvieron a sus hijos, dos chicos y una chica, que es mi madre. Al morir su esposa, mi abuelo volvió a España y se instaló en casa de su hija, que había regresado años antes y se había casado . Desde entonces todos vivimos juntos a su alrededor.

El aspecto de aquella buena mujer , su rostro y cualquier otro detalle de aquel día fue difuminándose de su recuerdo, pero las palabras que escuchó y la paz y tranquilidad que le había infundido aquel encuentro no pudo olvidárlo jamás.

El caso es que cuando el abuelo recordó a la familia que se acercaba el día de su muerte y que él y todos debíamos estar preparados y todos sus asuntos resueltos, mi madre se puso histérica y convenció al abuelo para que se hiciese un chequeo, que le asegurase su buena salud y que no tenía ninguna razón para morir. Mi abuelo, que nunca había vuelto a ver un medico, ni siquiera había probado medicina alguna, accedió, convencido a su vez de que nadie podría quitarle la idea de que el día que se cumplieran los sesenta años desde que la anciana le pronosticara su muerte, ese, sería el último de su vida.

Los médicos que hicieron el chequeo, le felicitaron por su estupendo estado de salud, y solamente comunicaron que el abuelo tenía una extraña mancha cerca del corazón, pero que no había razón para considerarlo peligroso, y que lo realmente peligroso sería intervenir para ver la causa de la mancha. Todos quedamos tranquilos y hasta parecía que mi abuelo y mi madre aceptaban el resultado como el fin de la cuestión.

De todas formas, llegado el día , todos en casa estabamos nerviosos, siguiendo cada paso que daba el abuelo, aunque él permanecía totalmente tranquilo e hizo lo que siempre hacía, sin desviarse absolutamente de sus costumbres habituales, y solo después de comer, cuando se disponía a echar la siesta , se despidió de cada uno de nosotros con un beso, tranquilamente, sin decir aquello de " !Hasta mañana! ", que decía siempre antes de la siesta.

Nunca despertó de aquella siesta. Mi madre, que no se había movido de su asiento desde la despedida del abuelo, se levantó despacio, cuando consideró que el abuelo ya debía haber terminado su siesta como otros días, y se dirigió a la habitación, donde le encontró tumbado en la cama, completamente vestido con uno de sus mejores trajes, zapatos relucientes y una foto de la abuela entre las manos. Los ojos cerrados y la sonrisa de siempre hacían difícil el asegurar que realmente estuviera muerto, pero cuando entramos en la habitación detrás de mi madre, todos sabíamos que el abuelo estaba muerto.
La autopsia determinó que la causa de la muerte había sido un objeto incrustado en el corazón.El extraño objeto resultó ser una bala de ametralladora, de las que usaban los aviones en la guerra.


El Arca Negra.
Agosto de 2008

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